dissabte, 25 d’agost del 2012

A


Conocí a A pocos meses después de cumplir los 18. Me la presentaron unas tías con las que me juntaba por aquel entonces y, ya desde el principio, me pareció una de ésas que, de primeras, no te caen muy bien, pero que cuando vienen, vienen para quedarse.

Y así fue. Tal como imaginaba, A se quedó y seguramente para siempre, así que, poco a poco, tuve que empezar a acomodarla en mis momentos de soledad (al comienzo), hasta cada segundo de mi existencia, a medida que pasaban los días. Casi sin darme cuenta, todo en mi vida pasó a girar en torno a A. Porque A me enseñó a huir de las cosas que no me hacían bien. A hizo que acabara con una de las mejores notas de mi promoción en una de las asignaturas más difíciles de la carrera. A me hizo salir victoriosa de una adolescencia turbia, de la que nada bueno se podía augurar.

Todo el mundo necesitaba una A en su vida para afrontar la que se nos venía encima, pero A sólo era buena en pequeñas dosis, y a mí, me engulló por completo, sin permitir siquiera que quedara espacio libre para nadie más.

A me enseñó lo que de verdad era el miedo. A me hizo desmayar, vomitar y adelgazar hasta la saciedad. A hizo que fuera incapaz de soltar una lágrima en siete meses y, como es obvio, A fue la culpable de que todo en mi vida se fuera a la mierda.

Nadie quería que A siguiera a mi lado, pero a ella nunca se le habría pasado por la cabeza dejarme, porque lo nuestro ya se había convertido en costumbre y porque para mí, la presencia de A y el papel de víctima que había adoptado a raíz de ello, ya me iba bien algunos días, sobre todo cuando no me apetecía tener que dar una explicación.

Por eso, cuatro años después, A sigue aquí, durmiendo cada noche en mi cama y recordándome día a día que solamente estando en lo más profundo del valle puedes saber lo maravilloso que es estar en la cima de una montaña.

Así que lárgate ya, A. Lárgate.

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