Conocí a A pocos meses
después de cumplir los 18. Me la presentaron unas tías con las que me juntaba
por aquel entonces y, ya desde el principio, me pareció una de ésas que, de
primeras, no te caen muy bien, pero que cuando vienen, vienen para quedarse.
Y así fue. Tal como
imaginaba, A se quedó y seguramente para siempre, así que, poco a poco, tuve
que empezar a acomodarla en mis momentos de soledad (al comienzo), hasta cada
segundo de mi existencia, a medida que pasaban los días. Casi sin darme cuenta,
todo en mi vida pasó a girar en torno a A. Porque A me enseñó a huir de las
cosas que no me hacían bien. A hizo que acabara con una de las mejores notas de
mi promoción en una de las asignaturas más difíciles de la carrera. A me hizo
salir victoriosa de una adolescencia turbia, de la que nada bueno se podía
augurar.
Todo el mundo necesitaba
una A en su vida para afrontar la que se nos venía encima, pero A sólo era
buena en pequeñas dosis, y a mí, me engulló por completo, sin permitir siquiera
que quedara espacio libre para nadie más.
A me enseñó lo que de
verdad era el miedo. A me hizo desmayar, vomitar y adelgazar hasta la saciedad.
A hizo que fuera incapaz de soltar una lágrima en siete meses y, como es obvio,
A fue la culpable de que todo en mi vida se fuera a la mierda.
Nadie quería que A siguiera
a mi lado, pero a ella nunca se le habría pasado por la cabeza dejarme, porque
lo nuestro ya se había convertido en costumbre y porque para mí, la presencia
de A y el papel de víctima que había adoptado a raíz de ello, ya me iba bien
algunos días, sobre todo cuando no me apetecía tener que dar una explicación.
Por eso, cuatro años
después, A sigue aquí, durmiendo cada noche en mi cama y recordándome día a día
que solamente estando en lo más profundo
del valle puedes saber lo maravilloso que es estar en la cima de una montaña.
Así que lárgate ya, A.
Lárgate.